miércoles, 30 de abril de 2014

Dallas Buyers Club

Dallas Buyers Club




Trasvasada al español como El Club de los Desahuciados (Estados Unidos, 2013), el filme del cineasta canadiense Jean Marc Vallée fue el responsable de arrebarterles tres premios Óscar a las favoritas Gravity y The Wolf of Wall Street, en la pasada entrega de la codiciada estatuilla que reconoce lo mejor de la cinematografía gabacha según el criterio de la Academia gringa de las Artes y las Ciencias Cinematográficas. Dallas Buyers Club se alzó con los premios a Mejor Actor -Matthew McConaughey-, Mejor Actor de Reparto -Jared Leto- y Mejor Maquillaje. El filme -mismo que ya se presentó en nuestra cartelera cinematográfica comercial- discurre por el escabroso y tenebroso asunto del papel y el tutelaje del Estado en los asuntos vitales de los ciudadanos. El Estado, esa Hydra nacida del progreso, al que le hemos entregado irresponsablemente nuestra educación, seguridad y salud, administra con perversos fines nuestra cultura y nuestros cuerpos. A lo largo de su formación, ha ido conculcando nuestros inalienables e irrenunciables derechos en torno a nuestra riqueza espiritual, a nuestra integridad física y a nuestra salud. Y ahí tiene usted, uno no puede ejercer una profesión o un oficio si no le avala algún cerficado tipo pedigrí expedido por alguna egregia institución educativa, ya sea pública o privada; uno tampoco puede defender su integridad física, so pena de ser luego acusado de haber usado una fuerza excesiva ante el desamparado criminal que intentó asaltarnos, violarnos, extorsionarnos o quitarnos la vida. El Estado criminal que nos gobierna, pretende ser el único dispensador de la justicia, el único dictaminador del Bien y el Mal, y desde luego, el monopolizador absoluto del crimen y de la violencia. Ese Estado, mismo que perdió una guerra contra la delicuencia organizada, ahora muestra una inusitada impaciencia por desarticular las organizaciones ciudadanas que se constituyeron para defenderse de la ola violencia que amenazaba las formas más elementales de convivencia y dignidad humana. 

No conforme con lo anterior, ese monstruo apocalíptico creó instituciones para administrar nuestra salud y nuestra enfermedad, con lo que minó nuestra capacidad para lidiar con el dolor y curarnos por nosotros mismos. Y ahí tenemos que sin la venia de la clase cuasi sacerdotal que gusta vestir de blanco no podemos administrarnos ni un tesito porque ¿quiénes somos nosotros?, ¿simples e ignorantes mortales incapaces de comprender los arcanos de la naturaleza con la que nos dotó la divinidad? ¿Se tienen que pasar más de siete años en las aulas y otros 3 o 4 de especialidad, para poder decir esta boca es mía, tratándose de la carne y de los huesos de nuestra propia humanidad? 

No, es la respuesta que tajante da Ron Woodroof, un paciente seropositivo que se enfrenta a las regulaciones médicas estadunidenses -protectoras de los intereses económicos de los grandes laboratorios farmacéuticos- para proporcionar a los portadores del Virus de Inmunodeficiencia Humana (VIH) y a los enfermos del Síndrome de Inmuno Deficiencia Adquiridad (SIDA) tratamientos alternativos de medicinas antivirales provenientes de todo el mundo. Aunque en ocasiones las alternativas ciudadanas son mejores que las respuestas oficiales, los paquidérmicos y artríticos instrumentos del Estado, manipulados por burocracias cómplices -salvo honrosas excepciones- terminan por favorecer aquéllo que en la lógica más elemental deberían combatir, así estimado lector, tenemos que nuestras escuelas no educan, nuestras policías no protegen y nuestras instituciones médicas tampoco curan. 




lunes, 21 de abril de 2014

Los amantes del círculo polar

 “Voy a quedarme aquí todo el tiempo que haga falta,
estoy esperando la casualidad de mi vida, la más grande…
Estas noches te espero mirando al Sol.
¡Venga valiente. Salta por la ventana!”



Como casi todos los fines de semana,  vi una película en la intimidad de mi casa; casa que durante lo más álgido de la guerra contra el crimen fue cateada por el glorioso ejército mexicano. El contingente que violó la intimidad de mis sacrosantos aposentos -con armas de alto poder y toda la cosa- iba equipado además con un detector molecular ADE651 o quizás un GT200, ambos empleados -en ese ya lejano 2008- para “detectar” cargamentos de droga, armamentos y explosivos en aire, mar y tierra. Luego resultó que  dichos aditamentos eran un fraude, juguetes de plástico, una burla a la inteligencia y un riesgo para la seguridad nacional. Los detectores moleculares -se comprobó después- no detectaban nada y sólo servían para justificar cateos inconstitucionales ya que en ningún momento de su nefasta administración Felipe Calderón -entonces presidente- se atrevió a suspender las garantías individuales aunque de facto lo hizo en algunas zonas del país.(Véase Patricia Dávila, “Los detectores moleculares y la ingenuidad mexicana”) Desde ahí me acuité y le agarré muina a Los amantes del círculo polar de Julio Medem,  película que me disponía a disfrutar justo cuando los herederos de las glorias del Batallón Olimpia irrumpieron en mi recinto. (Véase avance) 

lunes, 14 de abril de 2014

NOAH



 “Viendo Yahvéh que la maldad del hombre cundía en la tierra…
le pesó… haber hecho al hombre… y dijo:
‘Voy a exterminar de sobre la haz del suelo…, desde el hombre hasta los ganados, las sierpes, y hasta las aves del cielo… porque me pesa haberlos hecho’.”
Génesis 6:5-8.  



Noah[1] (Estados Unidos, 2014) es la última creación del director Darren Aronofsky, quien en entregas  anteriores -Pi, El Orden del Caos (1998),  Réquiem por un sueño (2000) y El Cisne Negro (2010)- ha dado visos de interés por conocer los entresijos de la mente humana y su compleja relación con la divinidad. En sus filmes,  Aronofsky ha explorado algunos de los medios que el hombre ha ideado para intentar conocer ambos misterios: desde la  Cábala y el Arte hasta el uso de las drogas, todos mecanismos imperfectos para subsanar las ansias trascendentales de un linaje maldecido por la pérdida del Paraíso. Basada en la novela gráfica homónima, la película versa sobre la historia del primero de los grandes patriarcas veterotestamentarios, no obstante,  el director humaniza al personaje. Noé es el primer ambientalista del género humano y también el primer gran defensor de los animales: “sólo tomamos lo que necesitamos y lo demás lo dejamos”. Los animales son vistos como sus pares y comerlos es una de las peores aberraciones que desde su criterio puede el hombre cometer.  A diferencia de Tubal Caín -verdadero antogonista del filme (y quien ve al hombre como rey de la creación, hecho a imagen y semejanza de Dios, y por ello con el derecho de explotar para su beneficio a plantas y animales)-, Noé sólo concibe su existencia si ésta está en armonía con las demás creaturas con las que comparte la tierra.

La deidad que ordena construir el Arca no se manifiesta con la suficiente claridad, por lo menos no con la suficiente luminosidad que nosotros demandaríamos para no hacer el ridículo antes nuestros familiares, amigos y conocidos, si de golpe y porrazo abandonamos nuestras ocupaciones habituales para construir un barcote, argumentado que Dios ha ordenado salvar al género humano -sólo preservando a nuestra familia-  así como a todas las especies animales que conforman la naturaleza, mismas que alojaremos en nuestro Titanic. No, el Dios de Noé es esquivo, habla en sueños y se manifiesta entre las sombras de las brumas que parecen apoderarse de la fotografía del filme. Basada en un pasaje relativamente breve del primer libro del Pentateuco, la realización posee  un caracter sombrío de tintes preapocalípticos. No podría ser de otro modo: Dios destruirá al género humano porque su maldad no tiene límites y lo hará sólo después de buscar y no hallar gracia salvo en uno.
El filme ha causado resquemores, al grado que antes de su estreno comercial, Paramount Pictures se aseguró de mostrar diferentes cortes a diferentes audiencias -judíos, cristianos y público en general- para observar cuál de todos ellos obtenía una mejor recepción y así optar por el más viable económicamente, entiéndase: el menos controversial… A mí me gustó este Noé; los primeros 20 o 30 minutos son memorables. Hay ahí una opresión arcaica que nos retrotrae a nuestros orígenes, allá donde las fronteras entre el tiempo de los dioses y los hombres son tan borrosas que se difuminan, lo que provoca que unos y otros interactúen en tiempos y espacios que no son de suyo propios.