Dallas Buyers Club
Trasvasada al español como El Club de los Desahuciados (Estados Unidos, 2013), el filme del cineasta canadiense Jean Marc Vallée fue el responsable de arrebarterles tres premios Óscar a las favoritas Gravity y The Wolf of Wall Street, en la pasada entrega de la codiciada estatuilla que reconoce lo mejor de la cinematografía gabacha según el criterio de la Academia gringa de las Artes y las Ciencias Cinematográficas. Dallas Buyers Club se alzó con los premios a Mejor Actor -Matthew McConaughey-, Mejor Actor de Reparto -Jared Leto- y Mejor Maquillaje. El filme -mismo que ya se presentó en nuestra cartelera cinematográfica comercial- discurre por el escabroso y tenebroso asunto del papel y el tutelaje del Estado en los asuntos vitales de los ciudadanos. El Estado, esa Hydra nacida del progreso, al que le hemos entregado irresponsablemente nuestra educación, seguridad y salud, administra con perversos fines nuestra cultura y nuestros cuerpos. A lo largo de su formación, ha ido conculcando nuestros inalienables e irrenunciables derechos en torno a nuestra riqueza espiritual, a nuestra integridad física y a nuestra salud. Y ahí tiene usted, uno no puede ejercer una profesión o un oficio si no le avala algún cerficado tipo pedigrí expedido por alguna egregia institución educativa, ya sea pública o privada; uno tampoco puede defender su integridad física, so pena de ser luego acusado de haber usado una fuerza excesiva ante el desamparado criminal que intentó asaltarnos, violarnos, extorsionarnos o quitarnos la vida. El Estado criminal que nos gobierna, pretende ser el único dispensador de la justicia, el único dictaminador del Bien y el Mal, y desde luego, el monopolizador absoluto del crimen y de la violencia. Ese Estado, mismo que perdió una guerra contra la delicuencia organizada, ahora muestra una inusitada impaciencia por desarticular las organizaciones ciudadanas que se constituyeron para defenderse de la ola violencia que amenazaba las formas más elementales de convivencia y dignidad humana.
No conforme con lo anterior, ese monstruo apocalíptico creó instituciones para administrar nuestra salud y nuestra enfermedad, con lo que minó nuestra capacidad para lidiar con el dolor y curarnos por nosotros mismos. Y ahí tenemos que sin la venia de la clase cuasi sacerdotal que gusta vestir de blanco no podemos administrarnos ni un tesito porque ¿quiénes somos nosotros?, ¿simples e ignorantes mortales incapaces de comprender los arcanos de la naturaleza con la que nos dotó la divinidad? ¿Se tienen que pasar más de siete años en las aulas y otros 3 o 4 de especialidad, para poder decir esta boca es mía, tratándose de la carne y de los huesos de nuestra propia humanidad?
No, es la respuesta que tajante da Ron Woodroof, un paciente seropositivo que se enfrenta a las regulaciones médicas estadunidenses -protectoras de los intereses económicos de los grandes laboratorios farmacéuticos- para proporcionar a los portadores del Virus de Inmunodeficiencia Humana (VIH) y a los enfermos del Síndrome de Inmuno Deficiencia Adquiridad (SIDA) tratamientos alternativos de medicinas antivirales provenientes de todo el mundo. Aunque en ocasiones las alternativas ciudadanas son mejores que las respuestas oficiales, los paquidérmicos y artríticos instrumentos del Estado, manipulados por burocracias cómplices -salvo honrosas excepciones- terminan por favorecer aquéllo que en la lógica más elemental deberían combatir, así estimado lector, tenemos que nuestras escuelas no educan, nuestras policías no protegen y nuestras instituciones médicas tampoco curan.