lunes, 21 de abril de 2014

Los amantes del círculo polar

 “Voy a quedarme aquí todo el tiempo que haga falta,
estoy esperando la casualidad de mi vida, la más grande…
Estas noches te espero mirando al Sol.
¡Venga valiente. Salta por la ventana!”



Como casi todos los fines de semana,  vi una película en la intimidad de mi casa; casa que durante lo más álgido de la guerra contra el crimen fue cateada por el glorioso ejército mexicano. El contingente que violó la intimidad de mis sacrosantos aposentos -con armas de alto poder y toda la cosa- iba equipado además con un detector molecular ADE651 o quizás un GT200, ambos empleados -en ese ya lejano 2008- para “detectar” cargamentos de droga, armamentos y explosivos en aire, mar y tierra. Luego resultó que  dichos aditamentos eran un fraude, juguetes de plástico, una burla a la inteligencia y un riesgo para la seguridad nacional. Los detectores moleculares -se comprobó después- no detectaban nada y sólo servían para justificar cateos inconstitucionales ya que en ningún momento de su nefasta administración Felipe Calderón -entonces presidente- se atrevió a suspender las garantías individuales aunque de facto lo hizo en algunas zonas del país.(Véase Patricia Dávila, “Los detectores moleculares y la ingenuidad mexicana”) Desde ahí me acuité y le agarré muina a Los amantes del círculo polar de Julio Medem,  película que me disponía a disfrutar justo cuando los herederos de las glorias del Batallón Olimpia irrumpieron en mi recinto. (Véase avance) 

Me dicen mis informantes que la copia del filme a la que tuve acceso pertenece a una de las cinéfilas más empedernidas  que tenemos en el valle, cinéfila de cuyo nombre -sólo en esta ocasión- no debería acordarme. Los amantes del círculo polar (España, 1998), como su nombre lo indica, es una historia cíclica donde los  fenómenos lingüísticos  palíndromo -del griego-  y capicúa -del catalán-  tienen una importancia central. Los primeros, según el Diccionario de la Lengua Española (DRAE),  son las palabras o frases que se leen igual de izquierda a derecha que de derecha a izquierda: Ana, anilina, Otto, “dábale arroz a la zorra el abad”; los segundos son números cuya lectura sufre el mismo fenómeno, piense usted  -por ejemplo- en la cifra 1331.  Aunque un poco larga y con demasiados cortes que parcelan la historia, Los amantes del círculo polar logra captar la atención del espectador por la enternecedora historia que cuenta. Infancia es destino -dicen los psiconalistas, psiquiatras, psicochamanes y demás eruditos de la conducta humana- si no se hacen nunca conscientes los motivos por los cuales obramos de tal o cual manera. Los nombres de nuestros ancestros y sus historias, tienen una incidencia positiva o negativa en nuestras vidas si a nuestros padres  se les ocurrió la consuetudinaria -y a veces terrible idea- de nombrarnos con el apelativo de aquella abuela sufrida y abnegada, aquel bisabuelo violento y borracháscata o aquel hermano muerto en el vientre materno… Otto y Ana -nombres de los protagonistas (ambos palíndromos)- inician en su infancia una historia que los llevará de España a Finlandia -en las inmediaciones del Círculo Polar Ártico-  hasta Australia y Alemania. En toda la trama tiene un gran  simbolismo e importancia  el llamado Sol de Medianoche, visible las 24 horas del día -en ambos polos- durante las fechas próximas al solsticio de verano. Véala usted sin preocupaciones…, de paso ayudará a conjurar mis fantasmas.

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